3 sept 2010

José Luis Brea: últimos días...

A propósito de la muerte uno de los mayores impulsores -editoriales y reflexivos- 
de la renovación de los estudios sobre artes y cultura visual en la era de la imagen

fragmento del texto de la exposición "Los Últimos Días" 
(texto completo en Salon Kritik)


¿Acaso no nos resulta intolerable ya ese encasquillamiento de una cultura que se ha embobado de sí misma en la imaginación enfermiza de su final, en la letánica intuición de su agonía? Sin duda, sin duda. 

Pero entonces, nada de apocalipsis -ni apocalipsis-ahora, ni apocalipsis futuro-, nada de -como certeramente ha reclamado Derrida- moribundias. Ni plagas ni pestes, ni signos en los cielos o presentimientos agónicos que -a baja intensidad- persigan electrizar nuestra piel: negativa a todo discurso catastrofista o postrimero, a todo expresionismo agorero de finales -perpetuamente aplazados. 

En su lugar, sólo la proclamada pasión de un trastorno radical, la voluntad decidida de una transformación rotunda. 

Nada de profecías -sino sólo una antiprofecía: los últimos días. Nada de diagnósticos -sino revolución ahora, apropiación de destino, ganancia definitiva de la vida y el mundo. Activismo, ejercicio radical de la pasión de otredad, abandono inmediato y decidido de un estado de la vida intolerable, improlongable, ...

Los últimos días: sólo la pasión del tránsito, del salto al vacío, a un más alla sin dibujo ... Y el adiós a promesas y consuelos, a nostalgias y embadurnes, a bálsamos y tibiedades. La vida no habita más la vida. Es pues preciso, todavía, decir: “nosotros los póstumos, nosotros los más efímeros”.

Pero sólo para trazar el rastro de nuestro paso fugaz. Nuestros son los últimos días -pues sólo nosotros hemos aprendido a querer los finales, sólo en nosotros ellos se quieren al mismo tiempo pasajeros y eternos, fugaces y plenos. Allí donde la vida no consiente más ser estafada: los últimos días.

El tiempo-ahora.

Irreversiblemente, y para siempre.

El arte, pues, contra la vida. Contra esa forma domesticada de vida que repugna en su insuficiencia, en su escisión. Es decir: el arte a favor de la vida, más allá de su separación: incluso contra el propio arte, como separado de la vida. El arte, entonces, como verdadero dispositivo político, antropológico -el arte como función teológica.

Inseparable de su origen sagrado, de su destino trágico -en su ateismo radical, en su orfandad absoluta. Inseparable de la escena del trastorno que habría de arrastrar en catarsis al sujeto hacia el vértigo de la conciencia de su insuficiencia constitutiva, la de la vida misma tal y como le es entregada -raptada: insuficiencia del pensamiento reducido a la conciencia, del mundo de las cosas reducido a su mercado, de la historia reducida al falsario inventario de las ruines hazañas fabuladas por los presuntos vencedores.

Pero, sobre todo, insuficiencia del arte reducido a repertorio inocuo de las formas y sus variaciones, insuficiencia de un arte que se arrinconaría como forma depotenciada del pensamiento, desplazado a una extraterritorialidad inefectiva. Desde ella, en el acontecimiento a bajo nivel de la forma tecnológica de su desaparición simulada –acontecimiento epocal que nos ocupa- nuestro arte light no tiene otra fuerza que la de legitimar la luz crepuscular de lo real con el esbozo de una zona de sombra –a cuyo vértigo verdadero ni siquiera posee la fuerza de convocar.

Allí, el arte pierde toda fuerza de trastorno, al sólo servicio del mercado -de la cohesión social en torno a su forma irrealizada, de consolidación del consenso en los alrededores del más insulso nihilismo. Los dioses abandonan, aburridos, el mundo, sí. Pero no es el arte la espada flamígera que decreta su expulsión, para hacer de cada uno de nosotros el ángel implacable que la ejecuta –reabsorbiendo los poderes tanto tiempo expropiados-, sino el consuelo de un mundo ya evacuado de toda expresión de fuerza, tan intrascendente y vano que -de no ser por la suposición de profundidad con que la perpetuación del supuesto de potenciales en que el arte nos entrampa todavía- cualquiera de nosotros, en ejercicio de plena e impecable lucidez, sin duda preferiría olímpicamente abandonar.

¿Habríamos de aceptar ese destino gris del arte en una especie de “fin de la historia” en que toda su aventura quedara desarmada, bajo la forma disminuida de su simulada desaparición, y reducida al mero juego de las variaciones de la forma, que sólo adornan el farsante progreso con que la técnica escribe su arrollador e insensato paso por el mundo -en esta hora extendida de la pecaminosidad consumada?

Pero no: contra la ficción inmovilista del fin de la historia -contra su anuncio de una perpetuidad pacificada de la crueldad liberal que exime al mundo de toda aventura vinculada a la voluntad de su transformación rotunda- la ficción potenciadora de los últimos días. Como guillotina siempre elevada en el aire de la historia -hecha naturaleza. Convirtiendo el más legítimo de los nihilismos no en argumento de pasividad o conformismo, sino en resorte de la más fiera querencia de transformación, venganza contra el adormecimiento que se apropia, cada día, en cada palabra o gesto, de la más profunda riqueza que debería alentar nuestro existir.

Subjetividad dispersa, el pensamiento acontece allí como episodio laxo y distendido de recorridos arteriales -que la misma organización material del mundo preordena. Todo se refleja en todo, obliga a todo, y el pensamiento que se ejerce desde la limpia laxitud -que es tarea de la liturgia ritual del arte encender- a que se accede al dejar atrás el cansancio infinito de la interminable persecución del sentido, no es sino expresión de tal vibración monadológica del mundo: el más poderoso pensamiento que nunca la especie humana ha podido consentirse.

Y allí el tiempo se congela eterno, en un instante ilimitado -pues son los nombres de las cosas los que a veces dejan de corresponder, pero en su latido el mundo no cesa de expresarse pleno, sin grieta. La herida del mundo, el hombre, cierra sobre sí su desaparición, su rebasamiento, su superación. Sin esfuerzo, como una muerte cálida que no es sino un reposar del ansia, un experimentar la no exigencia del sentido. El mundo es pleno en su latido intemporal, y la forma del pensamiento cumplida en ese anidamiento es, también, sin bache, sin fisura. Nada le falta -sino, ahora sí, destino.

Cascada de ángeles, el mundo quieto, sin historia, en un instante-ahora que se abre pleno, conteniendo en sí su temporalidad entera, extendido en el tiempo y el espacio sin límite, en toda dirección -incluso hacia dentro: a todas sus posibilidades. Todo escrito y revelado en cada punto, eco de todo en cada recoveco, reverberación eterna y sostenida del mundo en un pensamiento sin sujeto, en una historia -no del hombre.
 
Quizás sea esa experiencia de la temporalidad en lo fugaz lo que la ficción de los últimos díaslos últimos días. nombra, una experiencia que de alguna manera nos corresponde epocalmente -asumir lo cual representa aceptar como fuerte el pensamiento de la posmodernidad, reconocer en él algo no puramente negativo, sino auroral: reconocerle como profecía y anuncio del estallido de la era del tiempo-ahora (como tiempo-pleno) que palpita en la imaginación de

Si ese presentimiento fuera cierto, al asomarnos a su figura veríamos cumplida la condición que Benjamin interpuso para confiar en algún saber. Parafraseándole, por última vez, “nunca creeríamos en forma alguna del arte que no permitiera explicar por qué en los posos del café puede leerse todo el futuro”. Como en ellos, éste se escribe en Los Últimos Días. Y dice, ciertamente, “esperanza” -aunque “no para nosotros”. Pero, maldita sea, quién la necesita: ¿acaso no basta con que la haya?. 

Enlazo algunos de los sitios -personales o colectivos- que José Luis Brea impulsó en su amplia labor tanto ensayística como editorial: 







2 sept 2010

el malestar de la curaduría: ¿un acto in-visible?

Ponencia presentada en el evento El acto invisible, organizado por la Espira-La Espora,
dedicado a debatir reflexiones teóricas y prácticas curatoriales específicas en la región centroamericana.  

El malestar de la curaduría: ¿un acto in-visible?

 Una breve introducción termino (i) lógica

Quisiera comenzar esta ponencia haciendo referencia a dos aspectos que me han llamado la atención sobre este evento, convocado con la intención de reflexionar sobre distintos aspectos relacionados con las prácticas curatoriales en el sistema del arte actual. Por una parte, me ha resultado llamativo el contexto en que se realiza: la inauguración de la bienal nicaragüense de artes visuales; y por otro, como iniciativa del proyecto pedagógico Espira/La Espora. Esto, a mi entender, resulta sintomático -retomando la referencia psicoanalítica del título de mi ponencia- de una imprescindible focalización sobre este controversial fenómeno dentro del arte contemporáneo, pero a la vez de un cierto estado de “malestar” –implícito o inconsciente- acerca de esas prácticas dentro el sistema artístico.

La otra cuestión por la que me resultó llamativo este debate es por el nombre mismo de la convocatoria, que pienso condiciona, pero a la vez abre amplias posibilidades al debate. En cualquier caso, precisamente por ello asumí que mi ponencia fuera un suerte de diálogo relativamente explícito con respecto al título mismo de la convocatoria (“el acto invisible”), pero poniéndolo sin embargo entre signos de interrogación, y además colocando un ambiguo guión entre el prefijo “in” y el adjetivo “visible” en tanto forma, quizás perversa, de situarlo en una especie limbo, de paradójica indefinición. A esto añadí, por otra parte, una intencionada apropiación de ese “malestar en la cultura” que Freud asumió como reflexión acerca de su propia obra y su contemporaneidad al final de su vida, y que yo lo extiendo aquí a la curaduría en tanto interrogante asociada a ideas de incomodidad, culpa, desazón…


Haciendo un poco de genealogía

He decidido abordar estos dilemas acerca de la curaduría desde términos o referencias cercanos al psicoanálisis, no solo por la idea de “malestar, incomodidad o invisibilidad”, sino también porque el término mismo de curador arrastra, a partir de su etimología y desde sus funciones iniciales (el curator inglés) una ambigua condición: cuidador o restaurador de lo que está dañado, o al menos de lo que es necesario preservar, con una inevitable dimensión a medio camino entre el analista y lo paterno, tan cercanos en ambos casos a la terminología y la práctica psicoanalítica; esto para no aludir a la variante francesa o española (commissaire o comisario) de claras referencias al orden, casi represivas…

Ahora bien, más allá de esa pesada carga histórica -e inconsciente- el término actual de la curaduría y sus problemáticos contornos, al parecer comienzan a gestarse a finales de los años 60´, con la emblemática figura -no por ello menos polémica- de Harald Szeemann y su ya mítico proyecto Cuando las actitudes devienen forma, de 1969, que luego se consolidó pero también institucionalizó de cierto modo en la V Documenta de Kassel, de 1972, con un proyecto -Cuestionamiento de la realidad, Mundos visuales hoy- que proponía interrogantes tanto generacionales como expositivas y curatoriales que -aun hoy- cuarenta años después, según Hans Ulrich Obrist, continúan estando activas (1).


Por otro lado, propuestas curatoriales-expositivas claves de la contemporaneidad y de paralelas dimensiones culturales, políticas e ideológicas más allá de lo visual mismo, pueden rastrearse desde “Magiciens de la terre” (1989), de Jean Hubert Martin, hasta las bienales de La Habana de los 80´, para referir momentos inaugurales en la emergencia y visibilización de las “periferias”; hasta las Documentas X y XI que encabezaron Catherine David y Okwui Enwesor, respectivamente, pasando por la XXIV Bienal de Sao Paulo de 1997 que organizó Paulo Henkerhoff. Todas ellas contribuyeron a desestabilizar preceptos aparentemente inamovibles y cartografías excluyentes en las llamadas relaciones “centro-periferia” del sistema artístico contemporáneo, pero también respecto a los alcances y eventuales condicionamientos del ejercicio curatorial. Y para hacer un necesario paréntesis genealógico (en este caso latinoamericano y centroamericano-caribeño al menos) habría que rastrear qué proyectos artísticos multidiscliplinares, cuestionantes e interrogativos en sus intencionalidades y búsquedas, se produjeron a finales de los 60´ o inicios de los 70´ en América Latina.

Lo curatorial y la in-visibilidad

Después de este brevísimo recorrido –o más bien enunciación- genealógica, me interesa ahora centrarme en el ejercicio curatorial mismo, en sus mecanismos internos y las reacciones que provoca. Muchas son las perspectivas que se debaten –y confrontan- al respecto: desde aquellos que despotrican sin recato en contra del ejercicio “oportunista o dictatorial” de los curadores, hasta aquellos que lo ven como un “mal necesario”; desde los que apuestan por entender el rol del curador en tanto “mediador”, hasta aquellos que apuntan a la idea de “complicidad” o incluso de “confrontación” con respecto a las propuestas del artista y la relación con el público y las instituciones. O, de una manera mucho más glamorosa, desde los que entienden los procesos curatoriales como “catalizadores”, hasta aquellos que lo asumen a partir de una perspectiva “relacional”. Por otro lado, contextualmente se producen otras variables o perfiles de lo curatorial: desde los posicionamientos del curador “institucional” o “profesionalizado”, hasta los devaneos de los llamados curadores independientes o free lance, nómadas, paracaidistas, comprometidos…En esa variada y casi infinita amalgama es donde se halla, pienso, una de las claves de lo inasible de estas prácticas.

Sin embargo, lo que sí parece incuestionable es el papel cada vez más hegemónico -y en algunos casos dominante o autoritario- que algunos tipos de prácticas curatoriales ejercen en los entresijos del sistema del arte actual. Ahora bien, como expresa Cuauhtémoc Medina, ya que la curaduría involucra tomas de posición sumamente diversas y heterogéneas, “todo enjuiciamiento en masa de ´los curadores´ es una simplificación tan bárbara como sería juzgar colectivamente a ´los artistas´ (...) El odio indiscriminado por el curador y el arte contemporáneo suelen ser la expresión del sentimiento más reaccionario que existe: la nostalgia por un sistema de dominación previo” (2). Sistema de dominación que, por cierto, no hizo explícitos ni discutió casi nunca sus mecanismos de poder anteriores. Tal vez por ello, más que apostar por el “anonimato” del ejercicio curatorial, Gerardo Mosquera ve saludable y hasta muy necesario que se haga explícito quién y desde dónde se habla, para que esto permita la confrontación, pero también el diálogo sobre lo curatorial y sus diversas estrategias.

No obstante, a esta posición habría que objetarle –quizás desde una perspectiva barthesiana o foucaultiana- que la “autoría” nunca se ejerce de manera diáfana, directa, sino mediada por múltiples condicionantes, tanto internas como externas, sean éstas institucionales, cognoscitivas o personales…Por eso, prefiero entender al curador más bien como ese “narrador de inconmesurabilidades” que propone el ensayista Manuel Cirauqui, cuando lo análoga a la figura del DJ, al exponer: “El curador encarna una forma singular de ´autor-al-margen´, de subjetividad semitransparente: las obras ajenas son su vocabulario…” (3).

Así, continuando la estela de interrogantes y cuestionamientos acerca de lo in-visible del ámbito curatorial, habría que preguntarse, entonces, cómo canalizar los conflictivos vínculos con esa otra autoría fundamental -la del artista- con la que muchas veces se produce el desacuerdo más importante, a partir de relaciones de poder que casi siempre resultan no solo asimétricas, sino también autoritarias. Y pienso que aquí es legítimo otro reconocimiento: tanto “artistas” como “curadores” formamos parte de un mismo entramado, el del arte, que como todos los estancos profesionales, ha esencializado -y hasta ontologizado- lo que no constituye más que una convención dentro de un sistema simbólico y de producción. Y, en este caso, lo que parecieran estar reclamando muchos artistas hoy, es que el centro de la atención pareciera haberse trasladado de la figura del artista al curador, tal vez porque, como expresa el mismo Mosquera: “El comisario ha resultado más sexy que sus obras, quizás por su extraña combinación de diletante, ejecutivo, comunicador, académico y estrella cosmopolita” (4); aunque algo relativamente similar podría decirse también sobre la figura del artista, no?
Cartel de exposición realizada en Espacio Aglutinador (La Habana, Cuba)
Por eso, no se trataría entonces de diluir en la indiferenciación total la condición de “artista” o de “curador”, sino de verlos en un entramado que los reconozca, no como estrellas o genios emisores únicos e incontestables, sino como productores, investigadores visuales, con respecto a los cuales es imprescindible ejercer un permanente diálogo y confrontación; y más: como sujetos de investigaciones multidisciplinares, cuyas propuestas poseen casi siempre amplias dimensiones culturales, políticas e ideológicas, que es necesario confrontar. A partir de estos supuestos, retomo otra perspectiva de Manuel Cirauqui, cuando afirma: “En lugar de preguntarnos en qué medida el curador es un artista, es más importante elucidar en qué medida el artista es también un curador (…) y en qué medida el comisariado o curaduría subyace o disuelve el resto de actividades artísticas” (5).

Y esto nos situaría, a su vez, en el polémico ámbito de la profesionalización y sus dilemas. Recuerdo que hace unos años, cuando apenas comenzaba a ejercer como curador en el MADC (Museo de Arte y Diseño Contemporáneo de Costa Rica), cuestioné a Cuauhtémoc Medina durante una conferencia en Teor/éTica, por afirmar que él prefería que la figura del curador fuera una especie de “outsider” o “improvisado”, que se mantuviera más allá de los estancos profesionales-simbólicos de la modernidad productiva en el sistema del arte. Así, sobre esto afirma Medina: “Uno de los elementos más perturbadores de la función del curador es que combina de modo casuístico tareas, saberes y poderes que bajo la mentalidad modernista, debieran haber sido ejercidas por gremios independientes y especialistas ´objetivos´ (…) la noción de “curador” nos lanza de lleno en el mélange postmoderno de cierta confusión disciplinaria (…) esa canibalización e indeterminación de funciones implica que, en sentido pleno, la ´curaduría´ no es una profesión (…) sino una función que debe reinventarse cada vez que se le asume” (6).

Llevando estas reflexiones a un lugar más autobiográfico, al cabo de algunos de años de prácticas institucionales o más relativamente “independientes”, con toda la carga de satisfacciones y frustraciones que ello me ha generado, hoy coincido mucho más con esa perspectiva de Cuauhtémoc Medina, que con la mía de aquel momento sobre la necesidad de la permanente reinvención y cuestionamiento de una “profesión” que, eventualmente, puede ser la del curador, pero también la del artista o del pedagogo. Y aquí, quizás entra una última y fundamental interrogante: entonces para qué curar, para qué enseñar, o para qué el mundo del arte?
Proyecto de Jonathan Harker y Walo Araujo, para la exposición
"Arte y curaduría: ¿un diálogo posible?, que coordiné en el MADC (Costa Rica, 2005)
Para responder a esto, quisiera retomar la perspectiva de unos jóvenes investigadores mexicanos, cuando en un breve aunque muy interesante texto -La Curaduría como medio- afirman que el ejercicio curatorial (¿y tal vez el arte todo?) solo puede tener algún sentido si se concibe como producción simbólica que implique, justamente la re-creación constante de esos posibles “sentidos”, pero como enlaces y procesos parciales entre pensamiento y experiencia, y no como lugar de llegada de éstos. Para ello referencian un concepto del filósofo francés Jacques Rancière, lo “facticio”, que implicaría una mezcla permanente entre acto, experiencia y ficción; actos y experiencias ficticias que, no obstante, crean un “ruido en la melodía de lo cotidiano”, donde la resistencia estaría precisamente en “nombrar una y otra vez nuestro mundo” (7).

Por otro lado, como parte de ese acto, de esa experiencia ambiguamente in-visible que significa la curaduría, quisiera retomar también la figura del “atrezzista chino”, que propone el investigador Galder Reguera como una posible y legítima metáfora de esas prácticas (8). Así, como expresa este ensayista, contrario a la visibilidad y el aspaviento del feriante nómada en el viejo oeste gringo, que dice vender un supuesto elixir milagroso y para ello despliega una publicidad performativa sobredimensionada, pero también del atrezzista del teatro occidental, que se esconde tras bambalinas en la ejecución de la trama; el atrezzista del teatro oriental está allí, presente en escena, hace evidente sus conocimientos, maniobras y hasta habilidades, pero sus funciones son relativamente imperceptibles dentro de la escenificación, pues es la trama, la ficción misma -incluso más allá de los personajes- lo que resulta importante. Creo que en la ambigua figura de ese “atrezzista chino” se pueden encontrar algunas claves -pero también interrogantes- de la in-visibilidad de lo curatorial…

. Notas y referencias de otros textos sobre lo curatorial: 

1. Sobre las connotaciones de esta exposición y sus propuestas curatoriales, puede consultarse el interesante artículo “When Attitudes Become Form”, de Hans Ulrich Obrist (en: www.laboratoriodepensamiento).

2. Cuauhtémoc Medina. “Sobre la curaduría en la periferia” (en: www. laboratoriodepensamiento)

3. Gerardo Mosquera. “La era de las exposiciones. Consolidación y desarrollo”, en: Exit Express, n. 37, 2008.

4.Manuel Cirauqui. “El artista como curador (y viceversa). Destinos confundidos”, en: Lápiz, n. 242, 2008, p.62.

5. Acerca de esta cuestión señala además Mosquera: “Las exposiciones son ahora las obras de estos nuevos autores, tan importantes o más que los artistas. Los comisarios otorgan una perspectiva particular a sus muestras, una firma que vende, una promesa de espectáculo y, en los mejores casos, configuran proposiciones artísticas y hechos culturales (…) resulta interesante como el comisario ha despertado mucha mayor atención que la valoración puntual, rigurosa y sistemática de las exposiciones en su trama artística, cultural, social e histórica”. Ibid, p. 10-11.

6. Cirauqui. Ibid, p.63.

7. Lourdes Morales, Javier Toscano y Daniela Wolf. “La curaduría como medio” (en:salonkritik)  En este texto también afirman: “El curador que resiste entreteje narrativas de tal modo que ofrece nuevas posibilidades de coincidencia entre el pensamiento y la experiencia (…) La curaduría como resistencia promueve así narrativas facticias, propone lo mundano como un sistema cambiante, inestable, y no como marcas indelebles en la subjetivación (...) Es jugar en el campo de lo simbólico sabiendo que es el valor de la experiencia lo que se apuesta”.

8. Galder Reguera. “El curador, el feriante y el atrezzista chino”, en: Lápiz, n. 242, 2008.