Estación 13: ese lugar de los
des-encuentros.
texto para la exposición retrospectiva sobre Rolando Castellón,
realizada en Managua y Granada en 2013
Qué poder
escribir sobre un personaje solo a veces llamado Rolando Castellón, pero cuyos otros muchos nombres nos hablan, no
solo de sus otras vidas y personalidades, sino de sus inquietudes y vivencias dentro del mundo del
arte, y fuera de éste.
Alguna vez dije
haber tenido la primera imagen de Rolando, como una especie de misterioso personaje
parisino de los años 60´ del siglo pasado, con una gabacha a lo Jean Gabin,
sombrero que encubría parcialmente su mirada y zapatos elegantes, un atuendo
que parecía el más apropiado para llamar
la atención, pero a la vez para encubrirse de algo. Y ese “algo”
es justamente lo que es necesario descubrir permanentemente en los sucesivos
acercamientos a Castellón: dónde comienza el artista y termina el personaje;
dónde empieza el arte y termina la vida; dónde es posible localizar al menos algunas
pistas de su perenne curiosidad, esa que lo lleva a concebir casi todo como un pretexto ideal para darle
el sello de “arte”, pero que en su caso particular es sobre todo una incesante
vitalidad creadora -y recicladora- de objetos, de ideas y de actitudes,
efímeras pero por eso mismo en perenne transformación.
No es casual
que esa eterna curiosidad y la formación autodidacta misma de Castellón, lo
haya hecho explorar con igual
intensidad y de una manera
sumamente híbrida, ecléctica, desde las raíces
ancestrales -visuales, literarias, lingüísticas- de su propia cultura, como única manera de rescatar a la vez
memoria y resistencia, junto a algunas
de las manifestaciones artísticas
occidentales más vitales de los últimos 100 años: desde el cine clásico europeo y norteamericano, que pudo ver siendo
proyeccionista en Managua hace ya algunos años,
hasta las propuestas más radicales del arte contemporáneo: del land art,
el povera o el conceptualismo, al graffiti, la performance
o la desmaterialización misma del objeto-arte.
Sin embargo,
la particularidad -y sobre todo la vitalidad- de la obra de Rolando Castellón, se haya no solo en la temprana apropiación de
esos referentes tan variados, sino en el modo en que este diálogo se ha producido, como
parte de un proceso natural, fluido, orgánico,
sin complejos tercermundistas ni poses esnobistas. Aunque las inquietudes
y búsquedas de Castellón podría decirse que hoy no están muy de “moda” en
nuestro tecnologizado entorno virtual, su impronta ha estado presente, de manera
directa o indirecta, en algunas de las más sólidas propuestas de artistas del contexto nicaragüense y centroamericano;
esto a pesar de la invisibilidad, el
origen incierto y el equívoco constante que ha marcado mucho de su trayectoria, que a él mismo le
gusta recordar, entre la seriedad y la broma, la queja y la in-satisfacción. Esta particularidad ha hecho que su presencia,
aunque relativamente reconocida en el panorama
del arte centroamericano y latinoamericano contemporáneo, no haya sido
aun valorizada ni “descubierta” plenamente, para utilizar uno de esos términos a
los que en ocasiones él mismo alude con ironía.
Por eso, una
de las mayores satisfacciones de mi práctica profesional a lo largo de estos últimos
años, fue justamente invitar a Rolando Castellón a que se apropiara del Museo de
Arte y Diseño Contemporáneo -un espacio que él mismo contribuyó a posicionar
como gestor y curador, otras de sus vertientes creativas- con su exposición Rastros de 2005 en el MADC. Más que una muestra al uso, Rastros se convirtió
en el lugar de interacción constante de las
inquietudes y búsquedas de Castellón,
donde tanto él como el espectador que asistía, no solo se involucraban en ellas
sino que la materialidad de las piezas y el espacio mismo, contribuían también
a esa permanente transformación.
En ese
sentido, el magnífico libro-catálogo que editó Teoré/Tica a propósito de esta
muestra, fue un muy necesario y merecido reconocimiento al menos parcial a la trayectoria de uno de los artistas más
excéntricos, raros, escurridizos y a la vez auténticos, no solo del arte
centroamericano sino del panorama latinoamericano e internacional de los
últimos 50 años. Muchísimo
podría escribirse sobre las infinitas derivas de la obra de Castellón y sus
heterónimos artísticos. No obstante, es poco lo que puede decirse más allá de
esos excelentes textos críticos, analíticos, vivenciales recopilados en el libro-catálogo Rastros: desde los de Virginia
Pérez-Ratton, Paulo Herkenhoff o Raúl
Quintanilla, hasta los de Clara Astiasarán, Howard Pearlstein y Tamara Díaz
Bringas.
Precisamente
de esta última autora es de quien retomo
-en mi título mismo- las doce estaciones que ella concibió para
hacer un intenso pero a la vez humano recorrido por las inabarcables
facetas de las trayectorias artísticas y
vitales de Castellón: desde sus posicionamientos ante el objeto y el sistema
artístico mismo, hasta sus inclusivas pero siempre renovadas prácticas
curatoriales; desde su incidencia crítica en
conflictos de identidades culturales, hasta sus recurrentes preocupaciones y
rejuegos en torno a la in-visibilidad personal y la autoría; de lo conceptual a
lo accidental, de lo azaroso a lo inmaterial,
del tiempo, el amor y el boxeo, al “arte” -por supuesto.
Por eso, creo que nada mejor que citar a la
misma Tamara Díaz, cuando dice al final de su texto, algo que resume mucho de lo poco
que he comentado en el mío: “Rolando Castellón ha jugado con la historia, su
historia. Y ella con él: lo pierde, lo equívoca, lo olvida. O tal vez lo
encuentre aun, puntualmente, en la Estación
13”.
Yo creo que
aun podremos re-encontrarnos con Rolando y sus muchos personajes o heterónimos
en la Estación 13: como ese misterioso
Pessoa centroamericano en la nostálgica y añeja Lisboa, quizás como Crus Alegría en la caliente y anárquica Managua, o tal vez como Moyo Coyatsin en la
provinciana y lluviosa San José.
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